lunes, 4 de mayo de 2009

Llegando al corazón de un pueblo



Se entraba al pueblo viniendo de Valladolid pasando Medina de Rioseco, luego Berrueces, Ceinos, en esos tiempos, la entrada al pueblo por la carretera nacional, era una recta sombreada por un túnel de árboles enormes que bordeaban la carretera desde la fuente de Gonzalín. La fuente era lo primero que se divisaba como lo más propio del pueblo, la guardaba una caseta o chozo. La hilera de árboles empezaba a continuación y llegaba casi hasta el cruce de la carretera a Villalón de Campos, se llamaba: la arboleda. Luego continuaba la hilera de árboles hasta el puente nuevo. Hoy ya no hay árboles, fueron talados todos en los años sesenta, período de tiempo en que cambiaron muchas cosas… entre ellas una especie de reordenación del trafico y esos árboles, a veces pintados con una banda perimetral de pintura blanca reflectante era una señalización protectora, ahora eran un riesgo, porque podrías estrellarte contra ellos al menor descuido como consecuencia de la soñolencia ocasional.
Con el Moral a la salida del pueblo por la carretera a Castrogozalo eran dos referencias para pasear y oxigenarse a la vez que un reto para alejarse del pueblo, ambas referencias estaban escalonadas de cuentos y anécdotas.
El pueblo seguía a su ritmo lento y espacioso y en los corros de las solanas de la plaza de Caño, al abrigo del Ayuntamiento, en el “Palon”, al abrigo de la casa del tocinero y en los “Cuatro cantones” al abrigo de la casa de Tomasín… se simplificaba constantemente esa vida disipada… dónde la frase más corriente era: pasando el tiempo. Mientras nosotros, los escolares estudiábamos monotonía de rutinas numéricas, gramaticales o históricas. Había en todo un estrato rutinario y desganado que no dejaba a penas un sedimento de conocimientos o un estimulo necesario para que la curiosidad nos recreara y regocijara al descubrir nuevos saberes. Por norma nos conformábamos con que el tiempo pasara y memorizar lo suficiente para contestar a la demanda del maestro, que por turno, podía correspondernos. El maestro, en cada sección de escolares solía seguir un orden. Comenzaba en el siguiente al que había correspondido responder el día anterior, así que los cálculos eran fáciles, para saber que pregunta nos podría caer de la lección y que nos tocaba estudiar el día anterior. El momento se acercaba y había esa ansiedad de componerse y estar a la altura de la pregunta inapelable, todo estaba dispuesto y señalado. Pero la ocurrencia quiso que el maestro dijera otro nombre, indicado a otra fila a otro orden desigual. La pregunta fue pasando sin poder ser respondida como si de un pasa pregunta, se tratara. Me acuerdo de ese enorme desastre, el atolondramiento general, lo devastador de una estrategia tan acomodada y tramposa. Un enorme sonrojo y vergüenza nos envolvió a todos. Creo que incluso al maestro, don Antonio. El cual, irritado y percatado del engaño nos dejo a todos encerrados en la Escuela sin comer. Nuestros padres o algunas madres, iban para asegurarse… que ocurría ante nuestra tardanza de la vuelta de la Escuela. Asomaban por las ventanas y también quejumbrosos, se ponían de parte de malhumorado y receloso maestro.
En la personalidad tan discutida de mi generación hay argumentaciones, algunos motivos y recuerdo de una desatención pedagógica de lo que realmente nos concernía e interesaba en la educación y el estudio para hacernos personas más civilizadas. Así, sin embargo entendíamos muy bien lo que en la calle nos interesaba e implicaba como referencia de lo más inmediato. Tener una personalidad reconocida, una la identidad conveniente y conseguir un lugar en un grupo humano, para tener unas raíces sociales en el pueblo; independientemente de las familiares. Nos mostrábamos con un cierto impulso inteligente y ardor combativo para ser alguien con capacidad y soltura… formando una apariencia lo más notoria posible.
La heroica de esos tiempos nos fue llevando a reproducir una violencia recreativa, de simulación y francachelas pendencieras para sentir el arrojo y atrevimiento guerrero, el asedio, la lucha y la victoria sobre nuestros adversarios. Recuerdo como nos aprovisionábamos de piedras, elegidas a la medida de nuestras intenciones, nos cubríamos en la esquina de Doroteo junto a la Iglesia para la cantea a discreción con nuestros adversarios del Barrabuso, ellos en la Peña hasta que les echábamos hasta su calle, a veces eran ellos los que nos echaban a nosotros a la plaza Santa María, dónde no se atreverían a llegar. No siempre era así, también, a veces jugábamos a ladrones y policías y acabábamos igual a pedrada limpia o se preparaban algunas emboscadas a alguien que nos había traicionado con otra pandilla. La cosa era pelear y sacar nuestro entusiasmo travieso y sentirte parte de algo propio de la pandilla. Alguno de nuestra pandilla era genial, en esas cosas y estrategias. Acabando metidos en algunos líos, más serios.
Poníamos lazos de alambre de acero en las bocanas de las puertas o gateras, en los “colagos” de algunas casas por dónde entraban los gatos para atraparlos. Luego había esa dualidad bromista que en la posada la señora Eugenia, se comentaba que si gato o conejo… o que bueno estaba el gato, para una merienda de domingo. Reconozco que yo acudía a pocas ya que estaba interno en el Colegio, en Valladolid, tampoco me atraían mucho esas apuestas y cenas suspicaces. Siempre se bromeaba con eso, no sabias si te ponían conejo o te daban gato por liebre, en alguna sí estuve. También se hacía en las madrigueras del campo para cazar conejos, liebres y a veces otros animales.
La sensación de ser malos y dañosos nos perseguía constantemente y era una tacha con la que aceptabas cargar porque así venían y se desarrollaban las cosas. Reconozco que algunos alardeaban de ser los peores porque era como una jerarquía o rango.
Estar en pecado era una condena inevitable y las llamas eternas parecía nuestro destino. Las trasgresiones nos resultaban tan atractivas, morbosas y divertidas que eran muchas las que se nos ocurrían, algunos muy ingeniosos para concebirlas.
Sin embargo a veces pasábamos por calles muy señaladas y teníamos el leve temor de que se nos podía presentar un espíritu, un fantasma o una Santa como en el callejón detrás de la Torre, de la iglesia de San Miguel, había un bocarón o ventanal por dónde salía alguna lechuza y se decía que estaba Santa Ursula ¿podía salir? Eso pensábamos y nos moríamos de miedo, nunca supe muy bien distinguir si la lechuza era un ave o el alma de la santa, con el tiempo vi que era cierto que una escultura, bastante deteriorada de la santa estaba ahí retirada pero ese arrebato que nos causaba o temor eran pavorosos. Pura atracción de lo misterioso, lo desconocido o sobrehumano, pues no dejábamos de pasar por allí por la noche, como prueba y como reto a veces.
Lo que más me gusta de volver es paso a paso andar las calles, ahora remodeladas la mayoría, los caminos de los términos municipales, ver estos paisajes tan solitarios, tan limpios y amplios. Alargar la mirada como para tomar posesión del lugar, poco a poco, dejando que los recuerdos acudan y vayan invadiéndome la sensibilidad adormecida a la que pertenece todo lo de aquí.
Las calles están medio deshabitadas y las casas, la mayoría, han sido restauradas o adecentadas para salvarlas del natural desgaste que el tiempo las ha traspasado. Alguna mujer, asoma a la puerta y observa con total descaro queriendo reconocerme a la medida que me acerco, como de costumbre, entran para casa cerrando la puerta con todo el estruendo del picaporte como para refugiarse. Tarde varios días en ver algún mortal que presurosos pasaban a algún que hacer.
Los recuerdos se amontonan, sin embargo, aunque parezcan en precario esas pequeñas historias que he ido relatando, tienen la lógica patina de su propio desvaneciendo por el cansancio de la memoria; muestran situaciones distintas y cambios muy acusados.
Los días de lluvia, a poco que llovía, las calles se llenaban de regueros y el barro era inminente. La lluvia me producía una melancolía aguda, y sentía como ganas de suspirar por dentro, no tenía ganas de salir de casa esos días así y me apetecía estar en casa detrás de las ventanas de la galería, viendo llover con la nariz y la frente pegadas a los cristales. Estaba de rodillas sobre una de las sillas de madera que bordeaban el corredor frontal de la cocina. Esos días así tenía ganas de que me abrazasen, que mimasen un poco, que comprendiesen la tristeza que inundaba mi corazón. Era un tiempo pasajero pero esos días parapetados detrás de la ventana eran muy especiales. Disfrutaba ver las aves del corral tan indiferentes a la lluvia, al tiempo, ellos seguían activos y atareados escarbando en el muladar y bebiendo el agua de los charcos. A veces sacudían sus plumas mojadas y como otros días seguían sus rutinas, aunque creo que se retiraban al gallinero a dormir antes. El gallo con su grito afilado y agudo anunciaba su altanera presencia, el más grande parecía estar siempre vigilante de todas las gallinas y los demás gallos. Cuando revoloteaba alredor de alguna gallina, continuaba acercando su cuello y mirando con actitud zalamera, a veces abriendo sus alas parecía abrazarla esponjando todas sus plumas en voluptuosa ceremonia, con querencia y una intensa ternura, el gallo la intentaba cubrir en repetidas veces. Al fin se subía sobre la gallina cubriéndola, llenándola de su arrebato y súbito alborozo; en breves segundos el gallo se bajaba y se sacudía su estremecimiento. La gallina seguía picoteando en el muladar, indiferente a lo que había pasado a excepción de sus defecciones. Mientras yo me chupaba los labios fríos como el cristal, pasaba por allí mi hermana entretenida, nos sonreímos, ella siempre estaba jugando a ir a misa con el velo y los tacones de charol de mi madre.
Hubo un tiempo de total ternura y una inocencia inicial del despertar del cuerpo, de las partes intimas y secretas que nos llevaban a pensar en la violencia de la lucha entre el infierno y el purgatorio dónde nos veíamos caer y precipitar. A pesar de todo llego su momento y su oportunidad; la primera ocasión para mi fue una revelación entre el asombro y la turbación del descubrimiento.
Ese día empezó a abrirse para mi la flor de la primavera de mi corta edad, tenía unos ocho años o quizás nueve. El pecado original me había sido revelado y la inocencia fue sustituida por la excitación impetuosa del pecado que llegaría perseguidor en los rincones solitarios y en el momento de siesta malograda, sin sueño. El cuerpo se había convertido en un gozoso amigo, una entidad turbadora y el verdugo de la moral católica, pero dejándote un poco sabor a derrota ese placer tan directo y exclusivo. Según iba creciendo llegaría ese contacto frío y viscoso del pecado manifestado por lo que había que procurar no dejar su rastro… alguna vez me preguntaba cuando y dónde se había perdido ese niño tan sincero e inocente que había sido. Poco a poco se fue perdiendo definitivamente, pero ese momento fue uno de ellos. Llego también el momento de la fiesta colectiva de usos espontáneos y propios.
Nos íbamos a bañar los amigos, todos, en aquellos tiempos íbamos al estanque de Teofilo, en el camino del Molino, nos bañábamos desnudos sin pudor, luego de reírnos jugar en el agua y divertirnos con chapoteos y desafíos, unos se tiraban desde la barandilla y otros desde el tejado de la caseta. Luego tomábamos el sol, al abrigo de la caseta, medio destartalada y la puerta abandonada a un lado y llegaba el momento de la ceremonia, las múltiples propuestas de la fiesta colectiva, la exhibición, la demostración, el desenlace de los juegos licenciosos de masturbación, esa lucha de la confusión de la carne hasta que nos explotaba entre las manos, llenándonos del placer de la pubertad y las imaginaciones fatuas deseadas y los más delicados de nuestros sueños adolescentes. Aquella carne célibe y tierna nos resucitaba para la conciencia, el alma y el mundo que había estado tan distante y opaco de nuestros primeros juegos y buscábamos el contacto con las chicas, siempre tan distantes y sin embargo a partir de ahora tan presentes. Las mirábamos, las seguíamos, nos dábamos cuenta que tenían senos y culo, las deseábamos alcanzar pero cuando nos miraban nos poníamos nerviosos y levantaban dentro de nuestra piel tempestades encendidas que trataba de encubrir.
Pero ella, una de las amigas creo que siempre supo lo que sentía por ella, como yo sabía lo que sentía por mi; pero la ocasión nunca fue lo suficientemente propicia y los momentos no fueron suficientes para manifestarnos y vaciar toda la plenitud y regalarnos los dones mágicos que hubiera deseado nuestro corazón anhelante.
Un día, ya adultos, nos lo diríamos, ya no éramos los mismos y todo nuestro propósito es mantener una bonita amistad, pero no olvido que mirando todo lo que significaba, todas aquellas sensaciones naturales que nunca deje de apreciar. Todos esos ensueños e idealismos fueron satisfechos con otros amores; comprendí que la alegría, la serenidad, el territorio de un hombre nace en el pecho de una mujer hasta convertirse en su mayor fascinación.
Tengo en la retentiva las enormes tormentas de verano: Las nubes se apoderaban del espacio cósmico y envolvían al pueblo oscurecido y aparentemente achicado. El relámpago hendía y resquebraja el cielo… contábamos: Uno, dos, tres, cuatro, cinco… contábamos a modo de segundos hasta que la cuenta se perdía en el estallido del trueno. Cada vez los truenos se escuchan más cerca, con mayor fuerza. Era como sabíamos si la tormenta se acercaba o se alejaba. A veces calculábamos su proximidad multiplicando los segundos que contábamos por la velocidad aproximada del sonido 340m/seg.
Siendo Becilla de Valderaduey, como es, un pueblo de la Tierra de Campos, la Castilla profunda y olvidada, siempre tuvo vocación de conformarse a su suerte, que no así, su gente, que emigraron a la capital, Valladolid, a las ciudades grandes y mucho más allá, cruzando mares y países. En fin... siempre que me planteo escribir algo sobre mi pueblo, descubro que ya nunca será igual, que siento como si fuera un esfuerzo inútil, pero al fin lo hago.
La magia que sentía, están en esa mirada de niño, en esa inocencia y curiosidad, en esos años de adolescencia en las animadas ganas de divertirnos, pasarlo bien y alegrarse con los demás y todas aquellas cosas prohibidas que nos permitíamos cómplices de que juntos vencíamos el miramiento.
Los juegos de la calle, esos que una chiquillería abundante practicábamos en las plazas y en las calles, es muy raro ver a los jóvenes ahora jugando a la tarusa, al castro, a las tabas, a las canicas o la gallina ciega.
la gallina ciega: Este último juego que ahora recuerdo, consistía en vendar los ojos a uno de los jugadores hasta que toca a otro y lo reconocía a base de palparlo en ese momento, éste, el reconocido, perdía y era el vendado.
Un juego al que jugábamos bastante en la plaza del Caño.
El grupo en corro decía: Gallinita ciega ¿Qué se te ha perdido? La gallina en el centro, con los ojos tapados contestaba: Una aguja y un dedal. El grupo en corro respondía: Da la media vuelta y lo encontrarás.
Otro de los juegos habituales era el de Guardias y Ladrones, tantos otros.
En mi pueblo hay tres plazas principales, las más frecuentadas, me parecían enormes, ahora no me parecen tanto. En una de ellas había tres o cuatro acacias en fila junto a la fachada del Ayuntamiento, dónde jugamos todos nosotros, la plaza del Caño. La plaza Santa María, se jugaba a la pelota, usábamos de frontón la fachada lateral de la Iglesia Santa María hasta que llegaba el cura, entonces se acababa el juego, empezaban las carreras. La plaza de San Miguel, allí muchas tardes-noches jugábamos al escondite pues había muchos rincones para esconderse. Aunque muchas veces lo hacíamos en casa de Libino, el panadero o casa de Luís Ribera otras, que vivían al lado.
Las tardes después de comer, la hora del café, tenían sabor a partida de mus, de domino, de subastado y Café en una palabra. Los nombres perdurables Casa del señor Rufino, casa de Celerino, Bar Peña, luego el Telecub, El Caserío y el Miño, posteriormente Bar La Perla. Eso sigue igualmente, con menos gente y menos bares. Yo perdí esa costumbre hace tanto que ya no me acuerdo desde cuando.
También hay según vas remontando el río un viejo caserón solitario y doliente junto a un puente, el viejo Molino. El río se bifurcaba un poco antes entre dos hileras de álamos y chopos hasta que su acequia o caz llegaba a la pequeña presa del Molino. Me atraía enormemente ese estruendo de agua sobre las palas de la rueda o rodezno, el sonido de los balancines, engranajes, ruedas de madera y correas de cuero, de todos esos ingenios y artilugios dinámicos capaces de transformar la fuerza hidráulica en energía mecánica para moler los piensos para la ceba de cerdos y terneros, que era su principal moltura o molienda poco apurada o refinada, aunque según el caso iría más o menos cernida. Esos piensos naturales tan especiales solo los hacían en estos viejos Molinos. El grano se sacaba del saco sobre escriño que se vaciaba sobre la tramoya o tolva para caer sobre las piedras de moler por su propio peso. Una vez hecha la molienda salía a la boquilla para ser recogida y metida en el saco que se transportaba a lomos de un burro y si era más en el carro. El serio y escueto molinero, Moisés, su hijo era un amigo de infancia y nos permitía juguetear por allí, por entre el armazón de este viejo Molino lleno de correas y poleas de transmisión, ruedas con un ruido contundente, preciso e infatigable. Alrededor pastaban sus dos a veces tres bacas, tranquilas y ausentes de todo. Las gallinas más agitadas cacareaban mientras picoteaban y escarbaban entre los trigales y el pasto del margen del río. Hasta que un día fue abandonado, era un lugar diferente y tenía un especial encanto lejos del trasiego y rutina del pueblo. Luego llego el día que se hundió su parte posterior y el tiempo dejo de correr para el. Hoy en día esta ahí desvalijado y cedido a su huella de eternidad con todo su armazón y artilugios bajo los escombros.
Un día perdió sentido el pilón, “el Alberque”, el Caño la fuente del artesiano y lo quitaron. Ahora el pueblo ya no vive allí, no van las caballerías a abrevar, ni las mujeres a por agua al artesiano caliente y suave o la fuente del Caño más alcalina, eso decían. Tenemos las calles arregladas con alcantarillado y con aceras, la plaza embaldosada con bancos, con una fuente muy bonita, con farolas de fundición, pero no se escucha el "golpeteo" del agua, no hay gallinas por las calles, ni cerdo de San Antón, ni las mulas que bajan o suben a abrevar al “Alberque”, tenemos agua corriente, desaparecieron las mulas y los cortejos de las chicas, cuando iban a por agua con el cántaro en la cadera.
Los vendedores ambulantes van constantemente, con pitidos, sus pitidos de bocina para que salga la gente a comprar. Desaparecieron los dos pregoneros que a golpe de corneta nos anunciaban la presencia en la plaza del Caño de los vendedores ambulantes de antaño. Ahora queda alguna gente mayor, quedan los viejos, aunque no sean tan viejos y gastados, como los viejos de antaño en realidad son gente urbana que viene y va a la ciudad. Mi pueblo ha cambiado, ciertamente el progreso ha conseguido traernos muchas cosas que deseábamos conseguir y no podemos evitar mirar hacia atrás con una cierta nostalgia por ese tiempo que hemos ido dejando.
Las huertas han desaparecido, alguno cultiva algo, poco significativo, a golpe de receta médica para mantener la mente ocupada y el cuerpo activo, todo el mundo está contento porque la verdad es que hay bastante más dinero en el pueblo y se trabaja menos, la mayoría están jubilados. Incluso hay inmigrantes, lo nunca visto, cuando muchos de este pueblo pasaron años en Alemania, Suiza, Francia y en Holanda, trabajando, mientras algunos de los que se quedaron pasaron penurias, incluso hambre, bien disimulada. “Me acuerdo haber oído: hay que ir guapas el estomago no tiene cristales”
Este año he visto a la gente contenta, solidaria y sin diferencias participar en los juegos tradicionales y con alegría han sido recogidos los trofeos y entregados, entregados con celebración, han sido muchos y bien celebrados ¡¡enhorabuena!! Así que supongo que hemos mejorado en algo. Bienvenido sea el regocijo si sanea las relaciones particulares en tiempo alejadas.

1 comentario:

burgos hilario dijo...

Esteban esto. Un día perdió sentido el pilón, “el Alberque”, el Caño la fuente del artesiano y lo quitaron. fue a mi y a otros dos de Becilla Teódulo Bueno y Valeriano Carro quien tuvimos que quitar esas cosas que tu bien dices, corría el año 1972-1973 así que aquello quedo grabado en mi mente, no se pudo conservar como el puente romano, ahora solo lo podemos plasmar con alguna fotografía seria bonita para becilla turistica