
Soy de un pueblo muy pequeño, perdido en medio de “Tierra de Campos,” Becilla de Valderaduey. Hace mucho, mucho, un día me marche y tarde en volver, demasiado. Reconozco que necesitaba un desahogo y emprender otros proyectos vitales. Después de todo ese tiempo, unos… ¡quizá veinte años! ¡creo que algunos más! ahora voy en pequeños periodos.
Actualmente, de nuevo, ese niño que desde entonces nunca me había dejado, necesita orientarse para ser ese niño de pueblo, que en lo más profundo de mi corazón subsistirá para siempre dando la mano y el apoyo al hombre que hay en mi, que necesita seguir creciendo.
Solo un chico de pueblo tiene la curiosidad y la inquietud por las cosas como nosotros teníamos… yo siempre la he tenido y aún la conservo.
Actualmente, de nuevo, ese niño que desde entonces nunca me había dejado, necesita orientarse para ser ese niño de pueblo, que en lo más profundo de mi corazón subsistirá para siempre dando la mano y el apoyo al hombre que hay en mi, que necesita seguir creciendo.
Solo un chico de pueblo tiene la curiosidad y la inquietud por las cosas como nosotros teníamos… yo siempre la he tenido y aún la conservo.
Los niños, pertenecíamos a un mundo separado, separado del mundo de los adultos, de la atención, los razonamientos y cuidado sensible. Todo nos era ocultado y se hacían a nuestras espaldas las cosas más frecuentes y elementales del acontecer de las relaciones humanas. Como si fuéramos un bien a preservar, no se nos hablaba de las cosas más domesticas y sociales… aún, oigo esas advertencias, esas exclamaciones ¡que no se enteren los niños! La circunstancias dadas, nos limitaban hasta tal punto que mirábamos mucho más que preguntábamos y aprendíamos las cosas de la vida, a golpes repentinos e inesperados de casualidad. Veía pasar los acontecimientos y noticias desde la imaginación sorprendida de niño o sucesión de hechos coincidentes que te iban formando una realidad muy genuina, seguro que deformada, que podríamos llamar realidad prodigiosa, llena de bondades y pudores.
En estas calles de pueblo, la mayor parte del tiempo embarradas, otras veces polvorientas, fui habituándome como niño a un mundo poblado por otros muchos niños, algunos adultos y muchos otros protagonistas, animales domésticos que nos mostraban sin pudor sus hábitos e instintos corrientes y naturales.
Como cualquier otro pueblo, en esos años de Escuela y juegos, había gallinas en la calle, la señora Eugenia las soltaba fuera de la casa, “la Posada”, en la plaza del Caño y andaban disipadas buscando lombrices en el regato del “Alberque”, que se perdía bajo la tapia de la huerta de Florentino. Las gallinas, de plumaje multicolor, algunas con el cuello pelado, con la cresta caída sobre la cabeza, escarbaban con empeño y las aceptábamos como parte del ambiente. Cuando andaban por la carretera y pasaba un vehículo, muy de cuando en cuando, se armaba la espantada, la desbandada y pitada advertidora del conductor.
En estas calles de pueblo, la mayor parte del tiempo embarradas, otras veces polvorientas, fui habituándome como niño a un mundo poblado por otros muchos niños, algunos adultos y muchos otros protagonistas, animales domésticos que nos mostraban sin pudor sus hábitos e instintos corrientes y naturales.
Como cualquier otro pueblo, en esos años de Escuela y juegos, había gallinas en la calle, la señora Eugenia las soltaba fuera de la casa, “la Posada”, en la plaza del Caño y andaban disipadas buscando lombrices en el regato del “Alberque”, que se perdía bajo la tapia de la huerta de Florentino. Las gallinas, de plumaje multicolor, algunas con el cuello pelado, con la cresta caída sobre la cabeza, escarbaban con empeño y las aceptábamos como parte del ambiente. Cuando andaban por la carretera y pasaba un vehículo, muy de cuando en cuando, se armaba la espantada, la desbandada y pitada advertidora del conductor.
El cerdo de San Antón con su campanilla, también holgaba, haraganeaba, aunque buscaba su sustento, por las calles, que algunas señoras le suministraban, como un hecho espiritual y solidario costumbrista, pero dónde más se le autentificaba y hacía honores a su condición, era en el barro o la pecina del Caño y el Alberque, hozando o cualquier otro lugar con humedad de esos veranos calurosos. Pasábamos las pandillas de niños y se le hacía alguna trastada disimulada… aunque, se le tenía mucha consideración... como bien religioso. Alguna vez "Moñete" el señor Francisco, alguacil con mucha autoridad, con su voz rota y nerviosa nos recrimino nuestra aptitud desconsiderada.
Los juegos era una constante, a veces, los “rebuznos” de algún burro, nos alertaba, cuando les llevaban para abrevar, desaforados al ver alguna congénere hembra en celo, era un motivo de alguna coletilla, de chascarrillos y de diversión... todo eso ocurría como si del teatro de la vida se tratara y como fondo de escenario, las solanas del Ayuntamiento y las Escuelas, con gente mayor dándolas vida y conversación, mientras se ocupaban de su cigarro, o colilla, que cada poco dejaba de tirar.
Algunos de los niños, imitaba muy bien a los excitados pollinos y les provocaban a ellos, y a los dueños que les trataban de controlar... aunque aquellos revueltos y turbados hacían toda su representación cómico festiba desarbolando sus enormes vergas, a veces desbordados por la excitación, espatarrándose ridiculamente, empezaban a miccionar roznando.
Entonces había muchos burros para el traslado, trabajos concisos de apoyo a las labores hortícolas, mover la noria, traslados de forrajes o enganche de carruajes. Había dos que eran celebres y siempre llamativos.
Yo era uno de esos niños con una gran capacidad de observación y con una facultad enorme de coger afecto a cualquiera que conocía, me gustaba cada cosa que hacía, lleno de sinceridad con mis paisanos lo que me costo alguna que otra contrariedad. Era facil de convencerme hacer cosas que no siempre traía desenlaces gratos. Como ir a alguna huerta a coger frutas o algún majuelo a por uvas, encaramarse a sitios peligrosos o lugares dificultosos de alcanzar para descubrir los nidos. Como en la vieja Fabrica, el Molino o la Panera del Moral, no era muy proclive a ello... pero acababa haciéndolo con otros amigos por adhesión solidaria.
Yo era uno de esos niños con una gran capacidad de observación y con una facultad enorme de coger afecto a cualquiera que conocía, me gustaba cada cosa que hacía, lleno de sinceridad con mis paisanos lo que me costo alguna que otra contrariedad. Era facil de convencerme hacer cosas que no siempre traía desenlaces gratos. Como ir a alguna huerta a coger frutas o algún majuelo a por uvas, encaramarse a sitios peligrosos o lugares dificultosos de alcanzar para descubrir los nidos. Como en la vieja Fabrica, el Molino o la Panera del Moral, no era muy proclive a ello... pero acababa haciéndolo con otros amigos por adhesión solidaria.
Compartí momentos de juegos inacabables, algunas veces multitudinarios. Los elementales conocimientos de las hierbas que encontrábamos en las eras, las “acederas”, las “barbas”, etc., que comíamos, después de lavar en el caño del estanque de Guillermo junto a “las eras”. Era un estanque arruinado y lleno de plantas silvestres del descuido y abandono, encharcado en todo su exterior, cedido a su desventura hacía mucho tiempo y a penas tenía un chorrillo de agua. Había unas piedras y cascotes en fila a modo de pasillo para llegar al tubo, corroído, vaciando la cadenciosa onomatopeya de su desconsuelo. Consumíamos esas hierbas como algo gustoso, distinto, esporádico y conquistando su hallazgo refrescante. También buscabamos bayas silvestres como los brunos, que en contacto con la lengua te producía una sensación mixta entre sequedad intensa y un amargor astringente, los maulinos o manzanitas del majuelo albar, unas especie de manzanitas de color rojizo, las agabanzas que teníamos mucho cuidado de abrirlas quitando las pepitas y pelillos del interior, so pena de no poder ir a "evacuar" en varios dias y dejarte la lengua adormecida por el picor, nada pasaba inadvertido y oculto.
Con el aro y la horquilla para dirigirlo, iba al río. Recuerdo como cazaba ranas, Venancio, que llamábamos "cucuyo" por el remolino del pelo. El río era ancho, poco profundo con extensas riberas llenas de juncos y juncias. El, con una corta caña un cordón y una borla roja atada en la punta del cordón, del tamaño de una guinda, se la ofrecía a la rana con movimientos leves llamando su atención, la rana la perseguía hasta que la alcanzaba y se la tragaba enteramente; siempre me pregunte… ¿Qué interés puede tener una borla de algodón rojo para una rana? Con el pensamiento de niño, era inaudito. Entonces, tiraba rápidamente para atrás, al verde, la cogía ensartándola por la mandíbula inferior en un junco con un nudo en el extremo inferior, hasta que lo llenaba. Podía coger una docena en una mañana.
Por las tardes íbamos al “Palón” a jugar en las “Eras”, como parte de nuestra costumbre y luego, ver llegar los “coches de línea” con esa curiosidad de ver quienes llegaban y que traían. Primero llegaba el correo que iba hasta Sahagún, cada día el señor Francisco -Moñete– cogía las sacas del correo y un señor de Castroponce que hacía la misma labor de ir a por el correo, éste último tenía que andar luego los cuatro kilómetros de vuelta, con su frágil y diminuta burra, siempre me dio una disimulada pena, pues se le veía con muy pocas arrestos y aspecto de conformidad que me llamaba la atención, parecía muy buena persona.
Luego llegaba otro coche de línea, que iba hasta Valderas. El último era la entonces Renfe, de la Empresa Fernández que hacía la línea Madrid-Gijón, este solo paraba si traía a alguien. En todo este recuerdo hay una cierta evocación por la aventura y el acontecimiento que siempre traía esa gente que viajaba y que podía saber lo que había más allá de mis restringidos límites e imaginaciones.
Cuando iba con mi madre a veces nos encontrábamos con esas señoras llenas de espontaneidad y me decían con una afectividad sonora y musical: Eres un niño con unos ojos muy grandes y con una dulzura adorable, que guapo esta, quería decir gordito sinónimo de guapo para los adultos; creo que era para adular a mi madre, yo me sentía enrojecer y avergonzado. Eso si, era muy formal, muy tranquilo y obediente, cuando iba a los sitios, siempre me lo agradecían, mi madre ya me había advertido, no cojas nada, no pidas nada, no te metas en las conversaciones de los mayores y si te dan algo das las gracias, mis abuelos y mis tíos se sentían cómodos conmigo, poniéndome a su lado y obsequiándome cariñosamente... siempre recibí mucho cariño y atenciones. Mi hermana era una niña avispada y alegre que no podía parar por la energía anímica natural. Siempre imaginaba cosas para estar en movimiento, tenía esa difícil habilidad para andar sobre la punta de los dedos, como una bailarina. Cuando alguien llegaba a casa lo reivindicaba y solía recorrerse el pasillo dando vueltas sobre sus dedos frágiles pero ligeros, daba gusto verla tan llena de alegría y desparpajo. Ella nunca había visto un paso de baile y sin embargo, lo hacía con una gracia y desenvoltura únicas ¿de dónde sacaría ella toda esa imaginación?
La Escuela, ¡ay! un viejo caserón pegado a la espalda del Ayuntamiento, la enseñanza era muy básica, aprendíamos a contar y sencillas operaciones aritméticas, los muy niños dirigidos por alguno mayor. El maestro me dice algún paisano, que tenía demasiados asuntos que atender más que nuestra enseñanza; como ser secretario de “La Hermandad de Labradores y Ganaderos” y El Sindicato, un multiempleado al fin.
Aprendimos a escribir llenando cuadernos cargados de renglones con líneas a medida para colocar una torturada y a veces temblorosa caligrafía que venía señalada tenuemente el comienzo, las primeras letras eran impresas, que había que repetir poniendo mucho cuidado para no caer un borrón de tinta de las inestables plumas de palillero. El libro oficial era la Enciclopedia Álvarez, editada en Miñón en Valladolid, una compilación, intuitiva, sintética y práctica, se leía en la leyenda de cubierta, dedicada a la educación para los estudiantes que debían conocer nociones elementales antes de iniciar el Bachillerato. Aun conservo un desgastado tomo de ella y con ironía, también con pena, recuerdo el tiempo ya lejano.
Estudiábamos una gramática muy básica: Los artículos, los pronombres, los adjetivos, los adverbios y los verbos para luego llegar a la oración gramatical como la unidad mínima del lenguaje, compuesta de sujeto y predicado, a la vez que el predicado se componía de verbo y los complementos sustantivos, los adjetivos, los pronombres, los adverbios, etc., pero veo que aunque la gente no supiéramos distinguir un adjetivo calificativo de un adverbio de tiempo; hablábamos por los codos así que hay algo para reflexionar y una justificación de causa. La gramática parda, la gramática de la escuela de la calle era de una mayor capacidad para adquirir fluidez lingüística en el aprendizaje del castellano que servía para desenvolvernos en la vida; esas habilidades suelen ir asociadas a la observación, la necesidad y la perspicacia en las relaciones humanas que sin entrar en honduras ni distinciones, sienta sus fundamentos en una idea intuitiva y asilvestrada de la vida corriente en el medio rural para comprendernos y desarrollarnos, salvo cortas salvedades.
Nos sobrevenían, los tristes y sombríos días aquellos, días inclementes, que el viento golpeaba los cristales con el tintineo amenazante, de frío, lluvia y nieve. Tan largos y tan plomizos que hacen a los naturales de estas tierras tan taciturnos, malhumorados y escuetos. Tan solo teníamos para defendernos en la Escuela, una estufa de carbón, tan pequeña que el frío nos tenía agarrotados y con los brazos ceñidos al abdomen. Los días más secos nos aliviábamos en los recreos con el juego y las carreras, si hacía sol jugábamos al marro o el escondite o a las canicas y los griteríos de todos los niños te llenaba de gregarismo y concomitancia. El patio de la Escuela era muy pequeño y en pendiente, lleno de hierbajos con una Higuera pequeña, un Lilo y muchos Malva Reales, cogíamos las flores y comíamos sus pétalos, limpios de polen y pistilos. La plaza, la Plaza del Caño, tenía el peligro de los carros, algún que otro automóvil ocasional, las caballerías, los charcos en torno al Caño, el Artesiano y “el Alberque” rodeado de avispas celosas de su actividad y que había que esquivar.
Luego llegaba otro coche de línea, que iba hasta Valderas. El último era la entonces Renfe, de la Empresa Fernández que hacía la línea Madrid-Gijón, este solo paraba si traía a alguien. En todo este recuerdo hay una cierta evocación por la aventura y el acontecimiento que siempre traía esa gente que viajaba y que podía saber lo que había más allá de mis restringidos límites e imaginaciones.
Cuando iba con mi madre a veces nos encontrábamos con esas señoras llenas de espontaneidad y me decían con una afectividad sonora y musical: Eres un niño con unos ojos muy grandes y con una dulzura adorable, que guapo esta, quería decir gordito sinónimo de guapo para los adultos; creo que era para adular a mi madre, yo me sentía enrojecer y avergonzado. Eso si, era muy formal, muy tranquilo y obediente, cuando iba a los sitios, siempre me lo agradecían, mi madre ya me había advertido, no cojas nada, no pidas nada, no te metas en las conversaciones de los mayores y si te dan algo das las gracias, mis abuelos y mis tíos se sentían cómodos conmigo, poniéndome a su lado y obsequiándome cariñosamente... siempre recibí mucho cariño y atenciones. Mi hermana era una niña avispada y alegre que no podía parar por la energía anímica natural. Siempre imaginaba cosas para estar en movimiento, tenía esa difícil habilidad para andar sobre la punta de los dedos, como una bailarina. Cuando alguien llegaba a casa lo reivindicaba y solía recorrerse el pasillo dando vueltas sobre sus dedos frágiles pero ligeros, daba gusto verla tan llena de alegría y desparpajo. Ella nunca había visto un paso de baile y sin embargo, lo hacía con una gracia y desenvoltura únicas ¿de dónde sacaría ella toda esa imaginación?
La Escuela, ¡ay! un viejo caserón pegado a la espalda del Ayuntamiento, la enseñanza era muy básica, aprendíamos a contar y sencillas operaciones aritméticas, los muy niños dirigidos por alguno mayor. El maestro me dice algún paisano, que tenía demasiados asuntos que atender más que nuestra enseñanza; como ser secretario de “La Hermandad de Labradores y Ganaderos” y El Sindicato, un multiempleado al fin.
Aprendimos a escribir llenando cuadernos cargados de renglones con líneas a medida para colocar una torturada y a veces temblorosa caligrafía que venía señalada tenuemente el comienzo, las primeras letras eran impresas, que había que repetir poniendo mucho cuidado para no caer un borrón de tinta de las inestables plumas de palillero. El libro oficial era la Enciclopedia Álvarez, editada en Miñón en Valladolid, una compilación, intuitiva, sintética y práctica, se leía en la leyenda de cubierta, dedicada a la educación para los estudiantes que debían conocer nociones elementales antes de iniciar el Bachillerato. Aun conservo un desgastado tomo de ella y con ironía, también con pena, recuerdo el tiempo ya lejano.
Estudiábamos una gramática muy básica: Los artículos, los pronombres, los adjetivos, los adverbios y los verbos para luego llegar a la oración gramatical como la unidad mínima del lenguaje, compuesta de sujeto y predicado, a la vez que el predicado se componía de verbo y los complementos sustantivos, los adjetivos, los pronombres, los adverbios, etc., pero veo que aunque la gente no supiéramos distinguir un adjetivo calificativo de un adverbio de tiempo; hablábamos por los codos así que hay algo para reflexionar y una justificación de causa. La gramática parda, la gramática de la escuela de la calle era de una mayor capacidad para adquirir fluidez lingüística en el aprendizaje del castellano que servía para desenvolvernos en la vida; esas habilidades suelen ir asociadas a la observación, la necesidad y la perspicacia en las relaciones humanas que sin entrar en honduras ni distinciones, sienta sus fundamentos en una idea intuitiva y asilvestrada de la vida corriente en el medio rural para comprendernos y desarrollarnos, salvo cortas salvedades.
Nos sobrevenían, los tristes y sombríos días aquellos, días inclementes, que el viento golpeaba los cristales con el tintineo amenazante, de frío, lluvia y nieve. Tan largos y tan plomizos que hacen a los naturales de estas tierras tan taciturnos, malhumorados y escuetos. Tan solo teníamos para defendernos en la Escuela, una estufa de carbón, tan pequeña que el frío nos tenía agarrotados y con los brazos ceñidos al abdomen. Los días más secos nos aliviábamos en los recreos con el juego y las carreras, si hacía sol jugábamos al marro o el escondite o a las canicas y los griteríos de todos los niños te llenaba de gregarismo y concomitancia. El patio de la Escuela era muy pequeño y en pendiente, lleno de hierbajos con una Higuera pequeña, un Lilo y muchos Malva Reales, cogíamos las flores y comíamos sus pétalos, limpios de polen y pistilos. La plaza, la Plaza del Caño, tenía el peligro de los carros, algún que otro automóvil ocasional, las caballerías, los charcos en torno al Caño, el Artesiano y “el Alberque” rodeado de avispas celosas de su actividad y que había que esquivar.
En los momentos de ocio compartíamos “La piuca” o peonza, el aro, el tirachinas, la tarusa y los lisones, también... jugabamos a los santos, los alfileres, a la gallina ciega, también jugábamos al “Chorro morro” uno de los más comunes: Se forman dos equipos y se elegía a una persona que hacía de madre.
Muchas de las anécdotas ocurridas entonces el tiempo las ha ido arrumbando y son como las chispas explotadas de ese fuego que ha sido mi vida en el pueblo.
En los niños hay una fuerza que les imprime un carácter y una huella, que les hace diferentes y transparentes. Se nota enseguida al niño inteligente, al niño bueno, al avispado y taciturno. Pero hay algo común que le predispone a compartir y escuchar con atención todo lo que la vida le propone y regala, porque la fuerza de la inocencia se concentra y se derrocha en un niño, haciéndole abierto a su momento y realidad. Esta fuerza lo puede todo y es lo que más defiende y protege a un niño ante las circunstancias y el mundo indiferente de los mayores. Ese niño no te abandona nunca y si tu le reconoces te hace, como hombre, perpetuar en la esencia del corazón humano y tener un sentido universal de los acontecimientos. Pero adviertía que a algunos niños se les forzaba a la testarudez y al sentido negativo de las cosas, mostrando un desafío a la verdadera naturaleza de niño, les trataban muy mal y su único lenguaje con los padres era el palo y la corréa. No era mi caso y a veces vi como se lo reprochaban a mis padres, supongo que dejándoles una cierta duda y ganas de probar otras cosas. Nos solemos perder en mundos muy diversos, muy egoístas y llenos de personalismos diferenciadores. Vivimos, compartimos y decidimos que hacemos, todos nosotros tan iguales y a la vez tan distintos pero a todos les recuerdo como el paisaje de mis primeros tiempos. Espero que algún día puedan saberlo, todos ellos, aunque desgraciadamente algunos se han perdido para siempre en ese rincón de la memoria...
Muchas de las anécdotas ocurridas entonces el tiempo las ha ido arrumbando y son como las chispas explotadas de ese fuego que ha sido mi vida en el pueblo.
En los niños hay una fuerza que les imprime un carácter y una huella, que les hace diferentes y transparentes. Se nota enseguida al niño inteligente, al niño bueno, al avispado y taciturno. Pero hay algo común que le predispone a compartir y escuchar con atención todo lo que la vida le propone y regala, porque la fuerza de la inocencia se concentra y se derrocha en un niño, haciéndole abierto a su momento y realidad. Esta fuerza lo puede todo y es lo que más defiende y protege a un niño ante las circunstancias y el mundo indiferente de los mayores. Ese niño no te abandona nunca y si tu le reconoces te hace, como hombre, perpetuar en la esencia del corazón humano y tener un sentido universal de los acontecimientos. Pero adviertía que a algunos niños se les forzaba a la testarudez y al sentido negativo de las cosas, mostrando un desafío a la verdadera naturaleza de niño, les trataban muy mal y su único lenguaje con los padres era el palo y la corréa. No era mi caso y a veces vi como se lo reprochaban a mis padres, supongo que dejándoles una cierta duda y ganas de probar otras cosas. Nos solemos perder en mundos muy diversos, muy egoístas y llenos de personalismos diferenciadores. Vivimos, compartimos y decidimos que hacemos, todos nosotros tan iguales y a la vez tan distintos pero a todos les recuerdo como el paisaje de mis primeros tiempos. Espero que algún día puedan saberlo, todos ellos, aunque desgraciadamente algunos se han perdido para siempre en ese rincón de la memoria...
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