miércoles, 25 de abril de 2012

EL HOJALATERO Y COMPONEDOR


No sé el motivo, entre mis recuerdos, laborioso y resistente, he descubierto al Hojalatero. Uno determinado que solía llegar hasta nuestro pueblo. Un hombre enjuto, triste, su cara transfería una soledad conformista de adaptado a su suerte errabunda e inestable. Su presencia en el pueblo era un día de la semana a veces muy espaciada su llegada semanal. Con su terno de pana gastada, el pantalón remendado, el chaleco con su cadena atada al ojal, sujetando un reloj que se adivinaba. Quizá, lo mirara para ver el rendimiento de sus horas, y la chaqueta con coderas, de otra pana más actual, era el uniforme de la escasez que le acompañaba. Aun lado, rendida, su burra apocada y doliente comía de la cebadera colgada por una cuerda de su cabeza tras las orejas. Toda su imagen me ocasionaba una especial adhesión y también lástima; pero no podía más que curiosear y descubrir su habilidad y maña para componer esos útiles que la gente le llevaba, un farol de aceite, una botija de lata para la leche o también un paraguas…, cualquier utensilio domestico hecho de hojalata, el lo recomponía y restañaba. Todo mi encuentro con él era mientras iba a la escuela y después de ella, en algún momento me acercaba y le miraba con otros niños de mi calle, era una de esas referencias de mi vida cotidiana en el pueblo. Se plantaba en la esquina de la plaza bajo mi casa, la plaza de Santiago, al borde de la calle del Río, junta a la casa de Arcadio y Estefanía. Siempre tenía su caldero de hojalatero con el fuego de carbón, como un brasero, donde calentaba su macillo soldador, con el que unía a base de estaño las piezas de hojalata. Esos días se llenaba toda la zona de ese olor especial a hulla quemada. Sentado en el suelo, abría la caja de herramientas, preparaba y avivaba el fuego del brasero. Cuando alguien le llevaba algún cacharro con mirada entendida lo analizaba concienzudamente, una vez concebida la operación a realizar, empezaba saneándolo con un martillo agudo de hojalatero, luego limaba la parte trabajada hasta dejarlo pulido y listo para con un pincel bañar de un liquido limpiador la parte actuada, soplaba. Era cuando cogía uno de los soldadores del brasero, casi al rojo vivo, con una mano sujetaba la herramienta, con la otra la barrita de estaño, los aplicaba a la parte averiada del cacharro derritiendo sobre ella unos goterones de estaño que caían en su lugar, lo extendía cuidadosamente con el útil hasta cubrir el agujero formando un revestimiento uniforme. Otras veces aplicaba un trozo de material que cortaba con la tijera con fuerza, le daba la forma adecuada y aplicando igualmente el líquido en sus extremos la sobreponía en el agujero y lo soldaba formando un costurón de estaño en sus extremos. Antiguamente, el hojalatero, trabajaba a menudo como ambulante, acudiendo a las ferias, también a las vías públicas de los pueblos, ofreciendo sus servicios en la calle o, incluso, si la gente no bajaba a ofrecerle el trabajo, el se ofrecía, llamando de puerta en puerta por todo el pueblo. Para lo que eran más solicitados era para reparar los utensilios que se habían estropeado, ya fuera porque se había dañado la capa de protección de los mismos o porque se habían agujereado…, pero también a veces he visto que en casa le han encargado hacer un embudo, una aceitera para engrasar máquinas, etc. El hojalatero era un artesano hábil, que hacía enseres de uso doméstico a partir de láminas de hojalata o chapa galvanizada, moldeando el metal con el martilleo. La hojalata era un material formado por una delgada lámina de acero recubierta con una capa de estaño por cada cara para protegerla de la oxidación. Era lo más fácil de conseguir esos trastos constantemente reciclables, una y otra vez, y además, fácil de trabajar. Se empleó sobre todo para la fabricación de aquellos objetos necesarios en la vida cotidiana de entonces antes de llegar los plásticos, como la pozaleta, una especie de barreño para lavar los cacharros y la ropa, los cubos para transportar agua, los embudos para hacer embutidos, platos, faroles, cofres, recipientes de todas las medidas, para contener agua, leche, aceite, candiles y, tantas cosas era otra vida más módica y rudimentaria. El hojalatero necesitaba manejar ciertos conocimientos de cálculo para poder fabricar con precisión algunos objetos que servían de medidas de capacidad, como las lecheras que se utilizaban para ir a por la leche, conserva alguna en casa, medidores de aceite en las tiendas, a los que había que dar exactamente la capacidad exigida. El trabajo se cobraba en función del material y el tiempo empleado, se concertaba de antemano tras el consabido regateo, pues este oficio ambulante propio de gente muy humilde y poco considerada, se les reconocía poco su valor. Al pueblo también llegaban otros artesanos similares a estos, pero de diferente ralea o estilo, les llamaban los Componedores, los Quincalleros, estos iban casi siempre en cuadrilla, puede que fueran con toda la familia, llegaban con un carromato muy colorido con algún dibujo,también ciertos nombres y cerrado, donde vivían; e incluso llevaban algún mono o alguna cabra malabarista atados atrás. Nunca lo he sabido muy bien, eran diferentes a los gitanos a los payos y a casi todos, eran de otro grupo. Sin ninguna ley, quizá, sin ninguna raza precisa, posiblemente la dispersión les hizo así, eran astutos ambulantes que se ganaban la vida como podían. Su Ley era la oportunidad y la casualidad, pero estos atraían igualmente la ensoñación de un niño, con cierta precaución, a veces, nos metían miedo con ellos, como con el hombre del saco, alguna vez te decían que te iban a llevar los Quincalleros, otro nombre similar a los Componedores. Siempre llenos de sorpresas y novedades personales. Pero que trabajaban como los Hojalateros, todos esos útiles tan prácticos y antiguos…, ya en desuso. En el pueblo hubo también, un Hojalatero, que yo no conocí, el padre de Carlota Pérez, Eusebio Pérez Castañeda, estaba establecido y era reconocido por todos los paisanos. Vivió y tenía su taller enfrente la iglesia de Santa María antes de la subida de la Peña. Creo que merecen nuestro recuerdo, son lejanos a nosotros, pero les acercamos a nuestra historia rural.

Esteban Burgos

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