Echando
un vistazo a las etapas pasadas de mi pueblo, me encuentro con su gente, su idiosincrasia
y expresión urgente. Me acuerdo observar a la gente mayor del pueblo. Cuando, era
como de costumbre, permanecer sentados en el Palón, o de pié en la esquina de
Tomasín, en los Cuatro Cantones, o en la solana de la plaza del Caño pegados a
la esquina del Ayuntamiento. Siempre me parecían ser lo que se podía esperar de
ellos, cada uno con su talante, con su personalidad, sus manías y atuendo, todos
herederos del silencio y la gravedad expresiva de sus rostros surcados por las
dudas y posiblemente las muchas penurias de un tiempo desfavorable, esa
pasividad y el conformismo anulo la libertad de su interior resuelto y travieso.
En su mirada descubría que parecían haberse resignado a lo que les habían hecho
ser…, quizá las circunstancias, la situación familiar y también su propia pasividad.
La impresión era muy particular y privada, pero como observador veía a esta
gente mayor, excesivamente viejos, considerablemente desgastados, de alguna
manera dejada en la estacada por la suerte y solo les quedaba su perdurable lucha.
Había una muletilla que no por muy frecuentada y conocida, se obviaba, sino
todo lo contrario, frecuentemente se decía como para llenar la falta de reseñas
y comentarios: ¡qué vamos a hacer! Todo parecía responder a un destino para
ellos guardado o retenido…, hasta el fin de sus días. Con tan pocas posibilidades
y diferenciaciones que como en un tablero de ajedrez, cada cual representaba su
papel y relación posible. Las combinaciones existían entre ellos como en un cálculo
de probabilidades, pero olvidado, por desgana y desidia y el resultado era
pasar el tiempo, si no matarlo. Cuando uno de ellos se levantaba del parapeto o
mampuesto de la carretera, sacudiéndose la culera de pana desgastada se
manifestaba complacido: Bueno, hemos matado el rato.
No
muy lejos los niños, yo entonces lo era, aprendíamos, la gramática parda, la gramática de la
escuela de la calle. El sostenimiento en nuestro inexperto mundo exigía la
mayor facultad para adquirir fluidez en el conjunto de nuestras actividades,
todo era aprendizaje y desarrollo de esas habilidades que suelen ir asociadas a
la observación, la actividad con los compañeros para ser parte del grupo y los
juegos. La necesidad, despertaba la perspicacia, la agudeza del ingenio y el entendimiento
del comportamiento propicio en las relaciones infantiles, todo era un ensayo,
sin entrar en honduras ni distinciones, sentabas tus fundamentos en una idea
intuitiva y asilvestrada de la vida corriente, en el medio rural, para
comprendernos y desarrollarnos, salvo cortas salvedades.
Así
la vida rural era rica en actividad, en la primera faceta de la vida, llena de juegos gozosos y entusiasmados. Así
que me ha hecho pensar mucho en ese farallón entre una vida y las otras.
Fuimos
creciendo y los juegos también cambiaron. Las relaciones eran más estables dentro del conflicto del espíritu
de la pubertad, tan inestable y mudable por las constantes dudas y exceso de propuestas.
La tendencia natural era reafirmarse. Nos afianzábamos sobre todo alterando el
orden de las cosas y las costumbres culturales, siempre subrepticiamente, ocultándonos
de la previsibilidad de los mayores que nos consideraban como un mal remediable…,
el de la edad y, el tiempo. Esto lo comprendí mucho más tarde, seguro que se
reirían, nuestros mayores, pensando en que un día seríamos como ellos. Creo que
eso ha cambiado, somos actuales e insólitos no por la edad sino por la
intención, el propósito de ser activos y participar en nuestros asuntos diligentemente
con todos los cinco sentidos.
La
sensación de ser malos y dañosos nos perseguía constantemente y era un perjuicio
con el que aceptabas cargar porque así venían y se desarrollaban los sucesos. He
de reconocer que algunos presumían de ser peores que los demás porque era como
una jerarquía o rango. Ellos, los más bribones, acababan siempre imponiendo su
autoridad, eso a mí nunca me importo demasiado, procuraba ver la parte
beneficiosa y positiva; estar al lado de los fuertes te suele dar fortaleza. No
quiero desdeñar mi lado perverso, lo tenía, pero puede que lo suavizaba en el proceder
y con quien lo realizaba.
Toda
esta primera fase, desembocaría en otra de mozalbete más trasgresora y excesiva;
de la que ya me fui desprendiendo por tener otras inquietudes. Del juego se
pasaba a establecerse como dominador de la travesura, tanteando el riesgo en ocupar
el territorio a manipular, como el único fin de la parranda, comprobando la
capacidad también maliciosa y probabilidad de poder sobresalir, entrando en las
peleas y lucha por la dominación.
Referente
a la vida de los animales, empezaba por la caza de los más domésticos, los
gatos. Se ponían lazos de alambre de acero en las bocanas de las puertas o
gateras, en los colagos de las casas, por dónde entraban los mininos, para atraparlos;
no me atraían nada esas propuestas de escenas. Lo que conozco de esto, es, sobre
todo, por el relato de los autores o la comparecencia en la instalación del gatuperio.
También se hacía en las madrigueras del campo para cazar conejos, liebres, a
veces, otros animales.
Todas
las trasgresiones nos resultaban atractivas, morbosas y eran muchas las que se
nos ocurrían, algunos eran verdaderamente ingeniosos para idearlas. Un exceso frecuente
también era ir a por uvas a los majuelos, con tanteo e insidia o, por melones
o, a peras. En algún establecimiento mientras algunos distraían a la doliente víctima,
los más bribones hacían la fechoría.
Sin
embargo, a veces pasábamos por calles señaladas y teníamos un leve temor de que
se nos podía presentar un ánima, un fantasma, como en el callejón detrás de la
Torre, de la iglesia de San Miguel. Había un bocarón por dónde salía alguna
lechuza y se decía que estaba Santa Úrsula, que podía salir y nos moríamos de
miedo, nunca supe muy bien distinguir si la lechuza era un ave o el ánima de la
Santa. Con el tiempo vi que era cierto, que había una escultura bastante
deteriorada de la Santa, que estaba ahí retirada, pero esa mística nos rodeaba causándonos
un respeto y temor terribles, ya que nuestra fantasía también no tenía límites.
Pura atracción de lo misterioso y a lo desconocido, no dejábamos de pasar por
allí por la noche, como reto la mayoría de las veces.
Ahora
he vuelto y suelo andar las calles, actualmente remodeladas la mayoría y los
caminos aquellos que nos introducían en el campo, a esos paisajes tan
solitarios y amplios. Alargo la mirada para tomar posesión del lugar, poco a
poco, dejando que los recuerdos acudan y vayan invadiendo el ánimo adormecido
al que pertenece todo lo de aquí. Las calles están medio deshabitadas y, las casas,
la mayoría, han sido restauradas o adecentadas para salvarlas del natural
desgaste que el tiempo las ha infringido. Alguna mujer, asoma a la puerta y
observa con total descaro queriendo reconocer a la persona en que me he convertido.
Puede que ya ni me reconozcan, a la medida que me acerco, como de costumbre, entran para casa cerrando la
puerta con todo el estruendo del picaporte como para refugiarse. Tardo, a
veces, varios días en ver algún mortal que presurosos pasan a algún qué hacer. Amigos o no, somos muy pocos, algunos más en las festividades de tradición.
Creo
que siempre me relacione de una forma
abierta, cercana y muy participativa con todos mis paisanos y amigos, me creo pacífico, tímido y tolerante.
Se
manifiesta, aun, una extrema moderación en la vida diaria en estos pueblos, tan
lejanos al bullicio de las ciudades y diría que hasta del país. A dios gracias,
es como un refugio de paz y soledad saludable, que ocasionalmente buscamos, por necesidad algunos.
Aquellos
paisanos nuestros tan mayores, tan envejecidos, y gastados ya no existen, se
fueron marchando buscando su descanso final. Pero los retenemos en nuestra
memoria peregrina…, como la arboleda. La
arboleda, la fuente de Gonzalín, esta era la representación de todas las fuentes, el
agua que curaba todo y sanaba la rutina de las otras fuentes, las del Caño y el
Artesiano, era el agua cristalina y sana que nos lanzaba el sueño de lo puro y
exótico.
Ya
no hay árboles, fueron talados todos en los años sesenta, período de tiempo en
que cambiaron muchas cosas. Durante muchos años, los cincuenta y los sesenta el
pueblo se mantuvo en un censo oscilante del millar de habitantes, hasta que la
gente empezó a irse. Entonces todo el que podía se largaba a la ciudad, pasando
el tiempo se iban el resto de la familia. Otros nos fuimos a estudiar a los
Colegios, otros a los frailes o al Seminario, los más al Instituto Tecnológico
de Cristo Rey de Valladolid.
Muchas
de las anécdotas ocurridas entonces el tiempo las ha ido difuminando, son las
chispas del fuego que ha sido la vida en el pueblo. Que poco a poco se van contando, recordando que somos de aquí..., un pueblo castellano de la Tierra de Campos, unas de las zonas que más se han despoblado.
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