En estas Fiestas de Verano, así son para mí de un modo generalista y una manera popularizada estos encuentros de
estío; que siempre han sido importantes
entre las personas comunes a un lugar, a un origen o unos intereses de comunidad…, un desahogo y una regeneración
también.
Estuve hablando con Jesús Maniega, un descubrimiento para mí,
que celebro y, disfrute, en lo poco que estuvimos compartiendo sobre cosas de la vida y el aspecto humano de Becilla, coincidíamos en algunas expectativas e ideas. Charlando coincidimos
en algunas cosas que pertenecen a la memoria y el carácter de Becilla, admitimos
en apreciar un viejo lugar, el Lavadero Nuevo, ahora desaparecido por no sé qué
idea de, actualmente, un frustrado merendero.
Un día escribí algo sobre lo que en mi memoria será siempre
el Lavadero Nuevo y le afirme que se lo haría llegar si lo encontraba, y lo he
encontrado.
Contextualizando lo escrito: Reconozco una nueva evocación al
lugar, a lo que en el sucedía cada día en él y lo que supuso como escondite cómplice
a nuestras reuniones de amigos incondicionales.
Bajando por la calle derecha, desde mi casa, pasaba por el “Mulatero”
llegaba hasta "el Transformador", en frente estaba "el Lavadero",
ambos desaparecidos. El Lavadero Nuevo, ya viejo, derruido, abandonado y
olvidado, cedió al tiempo su condición de "nuevo" para albergar la
desolación que le iba desmoronando; cuando era niño lo vi inaugurar como: El
Lavadero Nuevo Municipal.
Si te detienes en el tiempo y, escuchas, los ecos de sus
paredes, puedes aún, oír la algarabía, las conversaciones, los nombres de
nuestras madres, sus risas divertidas y alguna canción de otro tiempo, el
golpeteo de la ropa húmeda sobre la piedra y el chapoteo de agua al contacto brioso.
Las mañanas del lavadero cobraban vida en las voces agudas
de las jóvenes mujeres y las desgastadas de las abuelas, en sus movimientos
ágiles y constantes para frotar el jabón sobre la ropa y restregar la ropa
sobre la piedra, apretando con los nudillos de sus dedos curtidos, adornados
por los sabañones como testigos del frío que pasaban en el invierno,
acompañando un quejido lastimero... ¡quizás! Pero eso no las preocupaba sus
manos eran vigorosas, su voluntad fuerte y el dolor una constante aceptada
secularmente como crisol de la personalidad heredada y sus deberes reconocidos.
Pronto por la mañana, con la pozaleta al cadril, el
recipiente ancho de zinc a la cadera para llevar la ropa a lavar, van las
jóvenes mujeres y abuelas a lavar, para aprovechar las primeras aguas, más
limpias, y la mejor piedra, del lugar más protegido de la intemperie.
El lavadero era el punto de encuentro de las mujeres, lugar
donde comentar, "haciendo la colada", el fluir de la vida del pueblo
y las noticias de Becilla que tenían que ver mucho con el carácter lacónico,
sufrido y laborioso de nuestras mujeres; de un perfil muy asentado, sacrificado
y casi heroico, que nunca abdico en invierno, ni en verano tampoco, de su
esfuerzo.
Me dice mi madre: Era un trabajo muy duro, en verano te daba
el sol de lleno,... ¡estábamos en el campo! Te cubrías con el pañuelo y en
invierno un frío,... ¡te baldabas allí! Tenías que ponerte un chal sobre las
caderas alrededor de las piernas y el agua te traspasaba las manos.
El lavado tenía un proceso, primero se humedecía la ropa, se
enjabonaba bien, se restregaba para ablandar la suciedad, se golpeaba contra la
piedra para que saliera el jabón y la suciedad un poco. Con la ropa blanca se
hacía la colada, se extendía sobre el verde, aún con jabón, si hacía sol, para
que se desinfectara y blanqueara más, luego cada cierto tiempo se rociaba con
agua para que no se secara. Se continuaba con un aclarado a fondo tanto la ropa
de color como la blanca, la blanca se metía en azulete..., ¡para que cogiera
otro blancor! Me dice. Luego se colgaban de unas alambradas para secar.
Cuanto tiempo os llevaba la colada completa, pregunto. Pues,
mira..., me responde: ibas a las nueve y volvías a casa a las doce. ¿Y cuando
llovía? ¡Pues te mojabas! Te ibas a casa.
Me recuerdo ver a mí madre hacer el jabón como una tarea
más. Recogía las grasas sobrantes, los sebos y aceites, los ponía en un bidón
con agua hirviendo, al final añadía la sosa cáustica y removiendo
constantemente se deshacía todo formando una masa homogénea que se iba
templando. Esta masa se volcaba sobre un cajón que ya tenía a tal propósito
para darle forma sólida..., ¡tenías que córtalo antes de que se enfriase! Sino
ya no lo cortabas, me dice; se cortaba en partes o canteros. Se llamaba jabón
de cantero. También utilizaba, el popular jabón "Lagarto".
El nombre de "Colada", viene de otros tiempos más
lejanos, tiempos de nuestras abuelas y bisabuelas. Hacían la
"jabonada", restregaban la ropa, la golpeaban sobre la piedra para
ablandar las manchas y sacar el jabón con suciedad. La ropa blanca la doblaban
y la iban metiendo en un barreño con un agujero lateral al fondo, cuando estaba
toda la ropa colocada, se cubría con un lienzo blanco el barreño, se sujetaba
el paño, encima se ponía una cernada o ceniza, muy fina que se reservaba de la
lumbre o cocina. Se hervía el agua y se volcaba sobre la cernada y el lienzo
blanco, que se iba colando para desinfectar y blanquear la ropa, el agua iba
saliendo por el orificio inferior del barreño, cuando el agua salía caliente...,
¡ya quedaba hecha la colada! Luego se procedía al aclarado.
Por la tarde, "el Lavadero" era uno de nuestros
lugares preferidos para reunirnos, hablar, contarnos chistes e historias, para
hacer algunas travesuras propias de adolescentes. Cuando venían otros
adolescentes mayores con ganas de líos, nos íbamos…, soltando alguna imputación
o imprecación a otro de nuestros lugares preferidos, debajo del puente romano.
¡Cuántos secretos fueron descubiertos! Entre esos muros ahora casi desnudos y
desvencijados. ¡Cuántos amaron los furtivos contactos de los osados primeros
amores! De alguno puedo decir que fui testigo.
Había otros lavaderos, el de Félix Santamaría, al lado de la
carretera. Seguíamos de chicos, los disimulados paseos de alguna pareja que por
esos furores juveniles tentaban a la casualidad y se adentraban hasta los
protectores muros de adobe con un cobertizo, al lado del lavadero y después de
nuestra vigilancia les sorprendíamos con nuestras chanzas y risas. Otras veces
fuimos los protagonistas y burlados.
También estaba el lavadero del señor Nicanor, más vigilado
pero apetecido para algún baño nocturno..., rápido, sabíamos que estaba muy
vigilado.
Despertando a la realidad, el Lavadero es un lugar de
referencia al esfuerzo de nuestras madres y abuelas, a la vida rural llena de
tantas horas de laboriosidad, arrastrando desgastes y fatigas. Aquí se
desgastaron sus manos, sus ropas, los jabones y los años de sus vidas, con la
recompensa de una sociedad que compartía los temores, las desdichas, las
noticias, las alegrías.
Se conocían todos muy bien, formando una sociedad cohesionada
y cercana. Que nosotros solo podemos evocar e idealizar. Ahora la desolación
que alberga la imagen del lavadero se ha implantado en esta sociedad rural que
se condena así misma a extinguirse.
Encarnita Villacé Burgos, prima mía, también escribiría de este Lavadero, y un día me
envió esto:
El Lavadero,
contenía lo que a los niños tanto nos gusta: agua, tejadito, ajetreo de gente,
sonido de fuente y un color azul añil para el final. Inolvidable. Todos los
días preguntaba a mi tía, con la que vivía, si teníamos que ir a lavar por lo
que me atraía el lugar: sus pompas irisadas, el sonido de la pieza contra la
piedra, la explosión del jabón entre las manos,... todo me entusiasmaba. Yo
siempre lavoteaba el mismo trapo: un moquero viejo que iba y venía en el balde
y que me hacía feliz; lo mojaba, enrollaba y desenrollaba como los adultos, sin
olvidarme al final pasarlo por el azul oceánico- el azulete -como si de un
barquito de vela se tratara. Por aquellos años estaba aprendiendo a leer y me
fijé en un cartelito que había pegado que decía "Prohibido lavar ropa de
difunto", lo leí con dificultad, y pregunté que qué era difunto. Mi tía
con su pedagogía de entonces me contestó "ya lo sabrás". Así estaban
las cosas. Comprendí que la palabra debía tener mucho meollo.
Con la esperanza ya perdida
de salvar tú mísero
destino.
¿Cómo es posible que
viva sentado
al dibujar con esta melancolía
el veloz paso del
tiempo?
¡Qué sueño, me
parece todavía!
¿A quién le importa
este perdido Lavadero?
Antes, bloqueado de
escombros y
ahora, cubierto de maleza...,
con unos bancos y alguna mesa desusados.
Nota: Ahora
desaparecido, a su memoria.
En su lugar aplanaron el terreno para justificar la obra de un merendero inexistente..., a mi parecer. En su
lugar hay dos mesas y cuatro bancos abandonados pudriéndose..., es lo que veo yo. Como no poseo ninguna fotografía del Lavadero lo he recreado como he podido..., parcialmente.
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