jueves, 6 de septiembre de 2012

El Lavadero

 
En estas Fiestas de Verano, así son para mí de un modo generalista  y una manera popularizada estos encuentros de estío;  que siempre han sido importantes entre las personas comunes a un lugar, a un origen o unos intereses de  comunidad…, un desahogo y una regeneración también.
Estuve hablando con Jesús Maniega, un descubrimiento para mí, que celebro y, disfrute, en lo poco que estuvimos compartiendo sobre cosas de la vida y el aspecto humano de Becilla, coincidíamos en algunas expectativas e ideas. Charlando coincidimos en algunas cosas que pertenecen a la memoria y el carácter de Becilla, admitimos en apreciar un viejo lugar, el Lavadero Nuevo, ahora desaparecido por no sé qué idea de, actualmente, un frustrado merendero.
Un día escribí algo sobre lo que en mi memoria será siempre el Lavadero Nuevo y le afirme que se lo haría llegar si lo encontraba, y lo he encontrado.
Contextualizando lo escrito: Reconozco una nueva evocación al lugar, a lo que en el sucedía cada día en él y lo que supuso como escondite cómplice a nuestras reuniones de amigos incondicionales.  
Bajando por la calle derecha, desde mi casa, pasaba por el “Mulatero” llegaba hasta "el Transformador", en frente estaba "el Lavadero", ambos desaparecidos. El Lavadero Nuevo, ya viejo, derruido, abandonado y olvidado, cedió al tiempo su condición de "nuevo" para albergar la desolación que le iba desmoronando; cuando era niño lo vi inaugurar como: El Lavadero Nuevo Municipal.
Si te detienes en el tiempo y, escuchas, los ecos de sus paredes, puedes aún, oír la algarabía, las conversaciones, los nombres de nuestras madres, sus risas divertidas y alguna canción de otro tiempo, el golpeteo de la ropa húmeda sobre la piedra y el chapoteo de agua al contacto brioso.
Las mañanas del lavadero cobraban vida en las voces agudas de las jóvenes mujeres y las desgastadas de las abuelas, en sus movimientos ágiles y constantes para frotar el jabón sobre la ropa y restregar la ropa sobre la piedra, apretando con los nudillos de sus dedos curtidos, adornados por los sabañones como testigos del frío que pasaban en el invierno, acompañando un quejido lastimero... ¡quizás! Pero eso no las preocupaba sus manos eran vigorosas, su voluntad fuerte y el dolor una constante aceptada secularmente como crisol de la personalidad heredada y sus deberes reconocidos.
Pronto por la mañana, con la pozaleta al cadril, el recipiente ancho de zinc a la cadera para llevar la ropa a lavar, van las jóvenes mujeres y abuelas a lavar, para aprovechar las primeras aguas, más limpias, y la mejor piedra, del lugar más protegido de la intemperie.
El lavadero era el punto de encuentro de las mujeres, lugar donde comentar, "haciendo la colada", el fluir de la vida del pueblo y las noticias de Becilla que tenían que ver mucho con el carácter lacónico, sufrido y laborioso de nuestras mujeres; de un perfil muy asentado, sacrificado y casi heroico, que nunca abdico en invierno, ni en verano tampoco, de su esfuerzo.
Me dice mi madre: Era un trabajo muy duro, en verano te daba el sol de lleno,... ¡estábamos en el campo! Te cubrías con el pañuelo y en invierno un frío,... ¡te baldabas allí! Tenías que ponerte un chal sobre las caderas alrededor de las piernas y el agua te traspasaba las manos.
El lavado tenía un proceso, primero se humedecía la ropa, se enjabonaba bien, se restregaba para ablandar la suciedad, se golpeaba contra la piedra para que saliera el jabón y la suciedad un poco. Con la ropa blanca se hacía la colada, se extendía sobre el verde, aún con jabón, si hacía sol, para que se desinfectara y blanqueara más, luego cada cierto tiempo se rociaba con agua para que no se secara. Se continuaba con un aclarado a fondo tanto la ropa de color como la blanca, la blanca se metía en azulete..., ¡para que cogiera otro blancor! Me dice. Luego se colgaban de unas alambradas para secar.
Cuanto tiempo os llevaba la colada completa, pregunto. Pues, mira..., me responde: ibas a las nueve y volvías a casa a las doce. ¿Y cuando llovía? ¡Pues te mojabas! Te ibas a casa.
Me recuerdo ver a mí madre hacer el jabón como una tarea más. Recogía las grasas sobrantes, los sebos y aceites, los ponía en un bidón con agua hirviendo, al final añadía la sosa cáustica y removiendo constantemente se deshacía todo formando una masa homogénea que se iba templando. Esta masa se volcaba sobre un cajón que ya tenía a tal propósito para darle forma sólida..., ¡tenías que córtalo antes de que se enfriase! Sino ya no lo cortabas, me dice; se cortaba en partes o canteros. Se llamaba jabón de cantero. También utilizaba, el popular jabón "Lagarto".
El nombre de "Colada", viene de otros tiempos más lejanos, tiempos de nuestras abuelas y bisabuelas. Hacían la "jabonada", restregaban la ropa, la golpeaban sobre la piedra para ablandar las manchas y sacar el jabón con suciedad. La ropa blanca la doblaban y la iban metiendo en un barreño con un agujero lateral al fondo, cuando estaba toda la ropa colocada, se cubría con un lienzo blanco el barreño, se sujetaba el paño, encima se ponía una cernada o ceniza, muy fina que se reservaba de la lumbre o cocina. Se hervía el agua y se volcaba sobre la cernada y el lienzo blanco, que se iba colando para desinfectar y blanquear la ropa, el agua iba saliendo por el orificio inferior del barreño, cuando el agua salía caliente..., ¡ya quedaba hecha la colada! Luego se procedía al aclarado.
Por la tarde, "el Lavadero" era uno de nuestros lugares preferidos para reunirnos, hablar, contarnos chistes e historias, para hacer algunas travesuras propias de adolescentes. Cuando venían otros adolescentes mayores con ganas de líos, nos íbamos…, soltando alguna imputación o imprecación a otro de nuestros lugares preferidos, debajo del puente romano. ¡Cuántos secretos fueron descubiertos! Entre esos muros ahora casi desnudos y desvencijados. ¡Cuántos amaron los furtivos contactos de los osados primeros amores! De alguno puedo decir que fui testigo.
Había otros lavaderos, el de Félix Santamaría, al lado de la carretera. Seguíamos de chicos, los disimulados paseos de alguna pareja que por esos furores juveniles tentaban a la casualidad y se adentraban hasta los protectores muros de adobe con un cobertizo, al lado del lavadero y después de nuestra vigilancia les sorprendíamos con nuestras chanzas y risas. Otras veces fuimos los protagonistas y burlados.
También estaba el lavadero del señor Nicanor, más vigilado pero apetecido para algún baño nocturno..., rápido, sabíamos que estaba muy vigilado.
Despertando a la realidad, el Lavadero es un lugar de referencia al esfuerzo de nuestras madres y abuelas, a la vida rural llena de tantas horas de laboriosidad, arrastrando desgastes y fatigas. Aquí se desgastaron sus manos, sus ropas, los jabones y los años de sus vidas, con la recompensa de una sociedad que compartía los temores, las desdichas, las noticias, las alegrías.
Se conocían todos muy bien, formando una sociedad cohesionada y cercana. Que nosotros solo podemos evocar e idealizar. Ahora la desolación que alberga la imagen del lavadero se ha implantado en esta sociedad rural que se condena así misma a extinguirse.
Encarnita Villacé Burgos, prima mía, también escribiría de este Lavadero, y un día me envió esto:
El Lavadero, contenía lo que a los niños tanto nos gusta: agua, tejadito, ajetreo de gente, sonido de fuente y un color azul añil para el final. Inolvidable. Todos los días preguntaba a mi tía, con la que vivía, si teníamos que ir a lavar por lo que me atraía el lugar: sus pompas irisadas, el sonido de la pieza contra la piedra, la explosión del jabón entre las manos,... todo me entusiasmaba. Yo siempre lavoteaba el mismo trapo: un moquero viejo que iba y venía en el balde y que me hacía feliz; lo mojaba, enrollaba y desenrollaba como los adultos, sin olvidarme al final pasarlo por el azul oceánico- el azulete -como si de un barquito de vela se tratara. Por aquellos años estaba aprendiendo a leer y me fijé en un cartelito que había pegado que decía "Prohibido lavar ropa de difunto", lo leí con dificultad, y pregunté que qué era difunto. Mi tía con su pedagogía de entonces me contestó "ya lo sabrás". Así estaban las cosas. Comprendí que la palabra debía tener mucho meollo.
Con la esperanza  ya perdida
de salvar tú mísero destino.
¿Cómo es posible que viva sentado
 al dibujar con esta melancolía
el veloz paso del tiempo?
¡Qué sueño, me parece todavía!
¿A quién le importa este perdido Lavadero?
Antes, bloqueado de escombros y
 ahora, cubierto de maleza...,
 con unos bancos y alguna mesa desusados.
Nota: Ahora desaparecido, a su memoria.
En su lugar aplanaron el terreno para justificar  la obra de un merendero inexistente..., a mi parecer. En su lugar hay dos mesas y cuatro bancos abandonados pudriéndose..., es lo que veo yo. Como no poseo ninguna fotografía del Lavadero lo he recreado como he podido..., parcialmente.


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